domingo, 8 de diciembre de 2024

BIBLIOTECA DE DOMINGO


En las islas Salomón, en el sur del Pacífico, algunos lugareños practican una forma única de tala de árboles. Si un árbol es demaisado grande para ser talado con un hacha, los nativos lo hacen caer a gritos. (No tengo a mano el artículo, pero juero que lo he leído). Los leñadores con poderes especiales se suben a un árbol exactamente al amanecer y, de pronto, le gritan con toda la fuerza de sus pulmones. Lo harán durante treinta días. El árbol muere y se derrumba. La teoría es que los gritos matan el espíritu del árbol. Según los lugareños, da siempre resultado.
“¡Ay, esos pobres inocentres ingenuos! ¡Que extraños y encantadores hábitos los de la jungla! Gritarles a los árboles, vaya cosa. ¡Qué primitivo! Lástima que no tengan las ventajas de la tecnología moderna y de la mentalidad científica.


¿Y yo? Yo le grito a mi mujer. Y le grito al teléfono y a la segadora de césped. Y le grito a la televisión y a los periódicos y a mis hijos. Incluso se dice que he agitado el puño y le he gritado al cielo algunas veces.
El hombre de la puerta de al lado, le grita mucho a su coche. Y este verano le oí gritarle a una escalera de tijera durante casi toda una tarde. Nosotros, la gente educada, urbana y moderna, le gritamos al tráfico y a los árbitros y a las facturas y a los Bancos y a las máquinas…, sobre todo a las máquinas. Las máquinas y los parientes se llevan la mayor parte de los gritos.
 
Yo no sé lo que hay de bueno en ello. Las máquinas y las cosas siguen en su sitio. Ni siquiera darles patadas sirve a veces para nada. En cuanto a las personas, bueno, los isleños de Salomón pueden apuntarse un tanto. Gritarles a las cosas vivas puede hacer que muera el espíritu que hay en ellas. Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero los palabras rompen nuestros corazones.
 
Robert Fulghum: 
“Todo lo que realmente necesito saber lo aprendí en el parvulario”

 

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